viernes, 14 de julio de 2023

#TeComprendenMéndez?

Qué es el Tiránicidio? 




Ningún sacrificio a Dios es más aceptable
Que un Rey injusto y malvado

Seneca, por Hércules Furens



La brutal guerra civil acontecida en Siria, la prolongada opresión del pueblo cubano, la dominación que padecen los humildes nicaragüenses, el anacrónico vasallaje que soportan los iranies y la tiranía narcoterrorista que sufren los venezolanos; evidencian numerosos crímenes de lesa humanidad cometidos por estas satrapias inclementes. 

Estas atrocidades hacen que muchos académicos y analistas se hagan una pregunta recurrente:

¿Están las potencias militares moralmente obligadas a intervenir cuando un tirano está masacrando a civiles inocentes dentro de su propio territorio? 

Si respondemos afirmativamente a esta oportuna interrogante, el debate tiende rápidamente a centrarse en las dimensiones prácticas de una intervención militar quirúrgica. 

Otra alternativa, que rara vez se discute seriamente, y qué ha sido examinada a menudo en la tradición filosófica: 

Es la de erradicar al tirano. 

¿Por qué está acción puntual y precisa no debería ser preferible a una invasion total?

En "El estadista" y en otros lugares, Platón deja claro que la tiranía, es un estado de desorden político extremo, en el que un gobernante tiene el poder absoluto y lo usa solo para fines egoístas, con desprecio por la ley, sabiduría, o el bienestar de la población. 

La tiranía es lo opuesto a la virtud del estado ideal. 

Siguiendo esta línea argumental, Aristóteles en su "Política", considera que la eliminación de un tirano es un noble acto, enfatizando el derecho de los ciudadanos a buscar una vida pública que conduzca al bien.

Cicerón es más enfático, los tiranos muestran exactamente lo contrario del espíritu de fraternidad, paz, progreso y abundancia que debería gobernar las interacciones humanas, y así, como él lo dice en "Deficiis", "que la raza pestilente y abominable debe ser exterminada de la sociedad humana"

Al igual que la de Cicerón, la declaración de Hércules de Séneca que he citado como epígrafe surge fundamentalmente de principios estoicos. Esta es una declaración que ha gozado de amplia influencia. 

El reformador alemán del siglo XVI Phillipp Melanchthon respaldó esta tesis con entusiasmo, esperando que "algún hombre fuerte" eliminará al rey Enrique VIII para resarcir la muerte de Thomas Cromwell.

John Milton cita el mismo pasaje de Séneca en su vigoroso Melanchthon, Milton se unen así a una tradición protestante de aprobar el tiranicidio que incluye a John Knox y George Buchanan.

Esa tradición encuentra expresión del siglo XX en el pensamiento de Dietrich Bonhoeffer, el eticista y ministro luterano que conspiró activamente contra Hitler.

Para Bonhoeffer, dar de baja a tales enemigos de la humanidad es componente necesario del pacifismo: los tiranos deben ser eliminados para que la paz florezca.

Es totalmente posible, por supuesto, que este coro de eruditos estén crasamemte equivocados. Y una idea añeja no es necesariamente buena hoy día, la esclavitud es una vieja idea; también lo es la poligamia. 

Esto podría llevarnos a dos conclusiones, una argumentando a favor del tirancidio y la otra poniendo un freno.

En el último medio siglo tenemos mecanismos y precedentes para aplicar el estado de derecho a la conducta de los gobernantes, lo que en sí sugiere fuentes conceptuales y prácticas de justicia por encima de la soberanía. 

El orden jurídico de nuestro tiempo tiende a ser uno de reclamaciones jurisdiccionales superpuestas y múltiples, en lugar de un único conjunto de normas garantizadas por la presencia arbitratoria del soberano. 

En nuestro mundo mucho más que en el de los filósofos antiguos uno puede tomar medidas contra el soberano sin cometer un asalto a la ley misma.

Pero esa conclusión puede ser demasiado fácil, lo que nos lleva a la segunda: no se puede negar que los gobiernos nacionales y las instituciones que permanecen en nuestro mundo están impedidos de actuar contra la anarquía. 

La objeción de Kant a eliminar al soberano debe demostrar que tal acción realmente promovería la causa de la justicia en lugar de frustrarla aún más.

Eliminar a un tirano, no es virtuoso, si uno no es consciente, de crear condiciones aún mayores de desorden y destrucción.

El tiranicidio legítimo debe derivarse de un esfuerzo de buena fe para instituir justicia a las grandes mayorías desposeídas. 

El esfuerzo por instituir justicia es una de las varias restricciones que podríamos imponer al tiranicidio. En el peor de los casos, es una coartada para la ejecución de enemigos políticos.

Los ejemplos más familiares de esta tendencia surgieron durante la guerra fría, cuando un tirano merecedor de ejecución, era uno con simpatías soviéticas y los autócratas flexibles a las directivas occidentales eran considerados relativamente benignos.

Para evitar esta trampa moral, primero podríamos definir un tirano en términos familiares a lo largo de la historia: 

Un líder que gobierna por la fuerza, que tiene un historial incontrovertible de ordenar personalmente asesinatos de opositores inocentes, que saquea las arcas públicas para apropiarse las riquezas de la nación, que favorece intereses extranjeros por encima de las necesidades de su propio pueblo, que arruina su economía para imponer una hambruna general inducida, que expulsa sus habitantes vaciando su nación para controlarla  y que está utilizando activamente una posición de autoridad usurpada para participar en el encarcelamiento y tortura de inocentes.

Podríamos definir aún más a esa persona, como un corrupto que en su negativa a participar cabalmente en la comunidad de naciones, pretende ser aceptado plenamente como miembro respetable de la comunidad internacional, de modo que la restricción diplomática y no violenta de sus acciones parezca inalcanzable.

Los casos en los que el tiranicidio parece un remedio especialmente apropiado, serán aquellos en los que el tirano sea  fuente de la orden directa, para aplicar crímenes de lesa humanidad sobre civiles indefensos, en lugar de presidir un grupo incompetente de militares indisciplinados que van por cuenta propia cometiendo atrocidades.

En tal eventualidad, la eliminación del tirano tiene la gran posibilidad de poner fin a los horrores inenarrables que ocurren bajo su tiranía. 

Pero esa eliminación, como hemos dicho, debe surgir fundamentalmente de la aspiración ética de implementar un orden civil nuevo, justo, ordenado, desarrollista y pacífico.

Ninguno de estos requisitos, debemos señalar, distingue entre la eliminación de un tirano por resistencia nacional o por una incursión extranjera. 

Desde el punto de vista ético, tal distinción no se somete a escrutinio: tanto en el extranjero como en el nacional, los actores deben luchar por la justicia en lugar de permitir la opresión. 

Por tanto, la liberación del yugo opresor podría provenir desde dentro y desde fuera, y la obligación de aplicar justicia es obligante por igual a ambas opciones.

El derecho interno e internacional, no considera amablemente el descabezamiento de un tirano, y es muy poco probable que sea una opción abiertamente aceptada por las institucioned diplomáticas multinacionales. 

Pero eso, es al menos cierto en parte, porque la ley y las políticas son creadas por líderes políticos, que rara vez se ajustan a las ideas que podrían colocarlos en la línea de fuego. 

Como cuestión ética, el cálculo es diferente. 

Y si no lo vemos como diferente, entonces hemos permitido a la autoridad política formal estrechar los horizontes de nuestras consideraciones éticas. 

A menudo pensamos que la intervención militar es un curso de acción desafortunado, aunque a veces necesario, que compromete los valores verdaderamente humanitarios. 

Ese sentido de compromiso es aún más pronunciado a la luz de la tradición histórica, que nos insta a elegir como blanco al tirano, en lugar de a sus millones de víctimas anónimas.



Miguel Méndez Fabbiani. 

Director del Centro Internacional de Derechos Humanos, Justicia y Libertad.

1 comentario:

  1. Excelente escrito Miguel Ernesto, gracias por darnos luces en ese tema que tanto nos inquieta. Bendiciones.

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